Ya antes del concilio
Vaticano II, la devoción al Rosario comenzó a declinar vertiginosamente.
Únicamente aquellos cristianos en los que esta oración se habla ido afianzando
a lo largo de su vida, siguieron rezándolo, a veces en medio de la
incomprensión y de las criticas. Hoy es raro encontrar entre los jóvenes
cristianos quienes practiquen esta oración multisecular, que contiene una gran
riqueza teológica.
Desde entonces las objeciones contrarias a esta práctica siguen siendo casi las mismas. Se dice que el Rosario no se remonta a la tradición primitiva de la Iglesia. Pero no se puede olvidar que la Iglesia es un organismo vivo, siempre en evolución gracias al impulso creativo del Espíritu de Jesús. Otra objeción encuentra un obstáculo en el hecho de que en el Rosario Maria ocupa un lugar más importante que el mismo Jesús. Esta objeción desaparece si tenemos en cuenta que -como dice el concilio Vaticano II[1]- el sentido de la verdadera devoción mariana consiste en unirnos más inmediatamente a Jesús. El Rosario, en definitiva, no tiene otra finalidad que la de introducirnos en el misterio de Cristo al que María está íntimamente asociada.
Otra objeción importante reside en la complicación que supone esta oración al separar el pensamiento de las palabras que se pronuncian, pues mientras recitamos el Ave María, se van meditando los misterios de la vida de Cristo. Esta objeción se encuentra perfectamente expresada en las siguientes palabras de François Mauriac: "Jamás he podido plegarme a la división que la devoción del Rosario exige. Mientras la boca profiere el Ave María por decenas, el espíritu medita uno de los misterios... Esta disociación entre la palabra y el pensamiento me está prohibida. Tengo que estar completamente centrado en cada palabra que pronuncio"[2], Tomando en serio esta objeción, Ricardo Barile piensa que hay que superar la división entre palabra y pensamiento repitiendo las palabras del Ave María con atención amorosa y sin el menor esfuerzo por centrarse en otros pensamientos[3]. Por su parte, el P. Timothy Radcliffe señala que rezando el Rosario raramente se piensa en algo; la repetición del Ave María, nos ayuda a hacer un gran vacío que nos conduce a saborear más la presencia de Dios que a pensar expresamente en él[4]. En cambio, para el Papa Pablo VI, la contemplación es un elemento tan esencial que si faltara, el Rosario se volvería semejante a un cuerpo sin alma y su rezo correría el peligro de convertirse en una repetición mecánica de fórmulas. Y añade: "Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza"[5]. En realidad, estas dos últimas opiniones no se contradicen si tenemos en cuenta que la contemplación es menos un esfuerzo de comprensión que de presencia.
Una última objeción que recogemos aquí habla de la monotonía que produce la repetición incesante de la misma fórmula y el exceso de palabras que parece contradecir las enseñanzas de Jesús sobre la oración (Mt 6, 7). El P. Timothy Radcliffe nos recuerda la explicación que da G. K. Chesterton de la repetición como una característica de la vitalidad de los niños, a los que les gusta que se les cuenten las mismas historias, con las mismas palabras, no por aburrimiento o falta de imaginación, sino por la alegría de vivir. Algo semejante les ocurre a los enamorados, pues no se conforman con decir una sola vez "te amo", sino que lo repiten una y otra vez, esperando que también la persona amada desee escucharlo una y otra vez[6].
Desde entonces las objeciones contrarias a esta práctica siguen siendo casi las mismas. Se dice que el Rosario no se remonta a la tradición primitiva de la Iglesia. Pero no se puede olvidar que la Iglesia es un organismo vivo, siempre en evolución gracias al impulso creativo del Espíritu de Jesús. Otra objeción encuentra un obstáculo en el hecho de que en el Rosario Maria ocupa un lugar más importante que el mismo Jesús. Esta objeción desaparece si tenemos en cuenta que -como dice el concilio Vaticano II[1]- el sentido de la verdadera devoción mariana consiste en unirnos más inmediatamente a Jesús. El Rosario, en definitiva, no tiene otra finalidad que la de introducirnos en el misterio de Cristo al que María está íntimamente asociada.
Otra objeción importante reside en la complicación que supone esta oración al separar el pensamiento de las palabras que se pronuncian, pues mientras recitamos el Ave María, se van meditando los misterios de la vida de Cristo. Esta objeción se encuentra perfectamente expresada en las siguientes palabras de François Mauriac: "Jamás he podido plegarme a la división que la devoción del Rosario exige. Mientras la boca profiere el Ave María por decenas, el espíritu medita uno de los misterios... Esta disociación entre la palabra y el pensamiento me está prohibida. Tengo que estar completamente centrado en cada palabra que pronuncio"[2], Tomando en serio esta objeción, Ricardo Barile piensa que hay que superar la división entre palabra y pensamiento repitiendo las palabras del Ave María con atención amorosa y sin el menor esfuerzo por centrarse en otros pensamientos[3]. Por su parte, el P. Timothy Radcliffe señala que rezando el Rosario raramente se piensa en algo; la repetición del Ave María, nos ayuda a hacer un gran vacío que nos conduce a saborear más la presencia de Dios que a pensar expresamente en él[4]. En cambio, para el Papa Pablo VI, la contemplación es un elemento tan esencial que si faltara, el Rosario se volvería semejante a un cuerpo sin alma y su rezo correría el peligro de convertirse en una repetición mecánica de fórmulas. Y añade: "Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza"[5]. En realidad, estas dos últimas opiniones no se contradicen si tenemos en cuenta que la contemplación es menos un esfuerzo de comprensión que de presencia.
Una última objeción que recogemos aquí habla de la monotonía que produce la repetición incesante de la misma fórmula y el exceso de palabras que parece contradecir las enseñanzas de Jesús sobre la oración (Mt 6, 7). El P. Timothy Radcliffe nos recuerda la explicación que da G. K. Chesterton de la repetición como una característica de la vitalidad de los niños, a los que les gusta que se les cuenten las mismas historias, con las mismas palabras, no por aburrimiento o falta de imaginación, sino por la alegría de vivir. Algo semejante les ocurre a los enamorados, pues no se conforman con decir una sola vez "te amo", sino que lo repiten una y otra vez, esperando que también la persona amada desee escucharlo una y otra vez[6].
El Rosario nos ofrece, pues, un método sencillo de contemplación que posee una gran riqueza y nos prepara para acoger con amor la presencia de Dios.
Fuente: dominicos.org
Manuel Ángel Martínez,
O.P.
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